La oposición psicológica al nazismo

     La oposición interna al régimen de terror impuesto por Adolph Hitler y su grupito de mafiosos nos parece débil y pacata vista desde fuera, pero fue la responsable última del descalabro final del dictador. El escaso interés mostrado por los historiadores, la propaganda interesada y, sobre todo, el prejuicio inevitable de considerar siempre al vencido como grupo monolítico hacia el que sólo cabe el desprecio más absoluto, han dificultado, cuando no imposibilitado de raíz cualquier acercamiento medianamente objetivo a la cuestión. En este breve ensayo no me ocuparé de los movimientos opositores claramente definidos contra el nazismo, como el grupúsculo denominado “La rosa blanca” y similares, de escasa repercusión nacional e internacional y, en cualquier caso, intentos suicidas y poco estructurados. Centraré mi interés, por el contrario, de una caterva muy particular de opositores internos al nazismo y sus consecuencias. Me refiero a la encabezada por Carl Gustav Jung y su escuela de Zurich, tendente a la neutralización psicológica del líder, lo que le llevaría finalmente al suicidio (al líder, no a Jung). La táctica del eminente psicólogo, a largo, larguísimo plazo, consistió, a grandes rasgos, en minar progresiva pero ininterrumpidamente, la aparentemente férrea voluntad de poder del dictador hasta convertirlo en un guiñapo humano. La estrategia consistió, como veremos, en una batería de ‘imágenes’ de tal manera dispuestas en el tiempo y el espacio que atacaran directamente el subconsciente de Hitler sin pasar por su conciencia despierta. Hubo de contar para ello con una ingente cantidad de valientes colaboradores que se jugaban literalmente la vida en cada uno de sus montajes de choque. El más mínimo descuido podía dar al traste de un momento al siguiente con el plan trazado. No es cuestión aquí de ofrecer un muestrario completo de las dramatizaciones que se llevaron a cabo durante los doce años que duró el asedio al subconsciente de Hitler, pero si es quizá interesante desgranar algunas.

     Una de las primeras y la que jugó un papel determinante, tuvo lugar muy tempranamente, durante la gran parada militar de Nüremberg que inmortalizó la cineasta Leni Riefenstahl, cómplice de Jung, en su documental falseado Der Triumph der Willens, de 1934. Estratégicamente situados entre el millón aproximado de soldados, SA y SS que desfilaron ese día frente al dictador, veinticuatro heroicos opositores recibieron la consigna de desobedecer sistemáticamente la orden de “firmes, mar” del tirano. La retina de Hitler registró el evento y siguió registrándolo durante doce años, pero su conciencia despierta, no. Hitler, que se hacía proyectar el documental pergeñado por la que él creía su incondicional directora cinematográfica, todas las noches antes de irse a la cama, fue bombardeado de manera inconsciente por veinticuatro soldados que se obstinaban en desobedecerle durante todo el tiempo que se mantuvo en el poder. La maestría de Leni Riefenstahl consistió principalmente en su sabia colocación de las cámaras y los voluntarios de tal modo y manera que resultara prácticamente imposible descubrir objetivamente a los infractores. Finalizada la guerra, la gran cineasta tuvo que detener la proyección del documental de la pretérita parada militar de Nuremberg varias veces para, sobre imágenes congeladas, mostrar a sus jueces, las posiciones de descanso saboteador de los veinticuatro trasgresores. Se la exculpó de colaboracionista con el régimen nazi, pero se le prohibió hacer más películas, especialmente con Jung. Podían resultar peligrosas también con vistas a la democracia que se avecinaba.

     En una de las quemas públicas de libros a la que asistió personalmente Hitler, tres aparentes exaltados pronazis, arrojaron, como al descuido, entre las obras completas de Carlos Marx, Bertolt Brecht y Miguel de Cervantes, sendos ejemplares del Mein Kampf sin que el dictador asimilara conscientemente el sabotaje que suponía semejante acción. El propio Jung comentaba al finalizar la guerra: “para Adolph Hitler hubo de suponer un choque brutal en su subconsciente el mirar sin ver cómo ardía en la pira que él mismo había provocado, la obra de su vida en tres ejemplares primorosamente encuadernados en piel de cerdo judio, nada menos. Para mí fue el acto más importante de cuantos acometimos contra su liderazgo y me siento orgulloso de haberlo ideado yo personalmente”. En la exposición de “Arte Degenerado” con la que Hitler pretendía desprestigiar toda la pintura moderna, un par de cuadros estaban firmados por ‘Adolfito, el de la brocha’.También esa rúbrica, tan sutilmente alegórica, quedó grabada en su subconsciente.

     De igual forma en Francia, el grupo jungiano se rodeó de opositores al nazismo. Cuando Hitler recorría las calles de París, el psicólogo quiso recurrir a la resistencia - cinco españoles refugiados tras la derrota republicana de la guerra civil española y dos franceses contrarios al régimen de Vichy-, pero no se fiaron de él. Fue su amigo Ernst Jünger quien consiguió situar estratégicamente a siete soldados alemanes de confianza de su propia compañía disfrazados de parisinos, con boina y todo, con banderitas en las que se veía la cruz gamada, sí, pero girando a izquierdas, lo cual resultó ser un acto saboteador de lo más peligroso. Afortunadamente Hitler no se dio cuenta aunque aseguró, tras su paseo multitudinario, sentirse un poco mareado.

     A pesar de lo que halla podido escribir Woody Allen al respecto, lo cierto es que, también el barbero de Hitler estaba en el ajo. El proceso de igualación de su bigote con el del cómico Charlot fue lento y concienzudo y sólo hacia el final, ya en el bunker, parece que el dictador intuyó algo y el barbero tuvo que andarse con pies de plomo los últimos días. Pero el mal  ya estaba dentro.

    Algunos golpes de efecto sobre el subconsciente de Hitler fueron más sutiles que otros. Así, por ejemplo, el mismo fígaro, que ejercía también de peluquero, le fue dejando al dictador un flequillo cada vez más pronunciado sobre la frente so pretexto de que le hacía parecerse a Napoleón, a quien Hitler admiraba incondicionalmente, aunque en realidad el peinado recordaba de manera inequívoca el alisado de la actriz americana en boga por aquel entonces Verónika Lake. Su asesor de imagen, otro convencido anti nazi, le corregía durante los inacabables ensayos para sus discursos, al objeto de que aflautase lo más posible la voz, exagerara los movimientos de mano y distorsionara el rostro hasta lograr un efecto realmente cómico de loca histérica sobre su auditorio, que empezó a perderle el respeto imperceptible pero continuamente.

     El caso de Erik Hanussen, el astrólogo de Hitler, merece un comentario aparte. Aunque no pertenecía propiamente a la secta jungiana de oposición psicológica al nazismo, su modus operandi era muy similar. Ya se la jugó al engañarle sobre la carta astral de su nacimiento –Géminis con ascendencia Piscis en vez de Sagitario con ascendencia Leo-, aunque eso no arredró al dictador que solo le escuchaba cuando le convenía, lo que motivó un cambio de estrategia en el científico. Decirle solo lo que Hitler quería oír, aunque fuese una tontería. Así, por ejemplo, le predijo una rápida victoria sobre el ejército rojo en el frente ruso, a sabiendas de que aquello iba a suponer el principio de su fin. En efecto, el día que comenzó la invasión, la luna se hallaba en la casa de acuario y no en la de mercurio, como le hizo creer.

     El mundillo científicó-físico germano apoyó incondicionalmente al grupo de Jung. Heisenberg, por ejemplo, se negó a construir la bomba atómica que Hitler le exigía amparándose en su principio de indeterminación: “no lo sé”, dicen que le decía a Hitler, “no sé si lo conseguiré, mi Fuhrer, los cálculos son tan indeterminados”, lo que minaba la paciencia del dictador- y Von Braun hacía las rampas de lanzamiento de las V-2 siempre un poquito más cortas –lo suficiente como para que no se notara- de lo que exigían los cálculos, para que las bombas no llegaran más allá de los suburbios de Londres, hasta Westminster y el Parlamento británico, por ejemplo, que apenas sufrieron daños durante los bombardeos.

     Para mí, no obstante, la principal hazaña de este excelente grupo opositor al nazismo y a su líder, fue la de conseguirle una especie de amante-mamá cuyo nombre era, precisamente, Eva, la "madre de todo lo viviente" según la tradición judía. No es necesario profundizar en el estudio del psicoanalisis freudiano para entender el efecto devastador que hubo de causar este hecho sobre el inconsciente del Führer.

Que ni Hitler ni el grupito de mafiosos que le rodeaba se diesen cuenta exacta del nudo corredizo que poco a poco iba cerrándose a su alrededor es uno de los grandes enigmas históricos del siglo XX que aún quedan por resolver. Mientras su conciencia despierta le decía, engañosamente, que era un nuevo titán Crono devorando a sus hijos, su subconsciente le trabajaba inexorablemente en el sentido de hacerle sentir como un simple asesino. Este desgarramiento interior fue el responsable último de sus dos errores fundamentales. Declarar la guerra a los Estados Unidos de Norteamérica fue un desesperado intento de enmendar al Crono anterior. Él sí vencería a Zeus, que identificaba con Roosvelt y la democracia americana, llena hasta los topes de judíos ricos. Penetrar en territorio ruso era como enfrentarse a su propio Hades, era demostrar en lo consciente que no era el matón puro y simple que le decía su subconsciente, sino más bien un guerrero al estilo del Heracles que rastrilló el infierno. El infierno le rastrilló a él. Y la democracia, el inconsciente colectivo jungiano, acabó por imponerse en el mundo entero. Bueno, en casi todo.


Ilustración: Camila Davidescu

No hay comentarios:

Publicar un comentario