a Kierkegaard in memoriam
El Ángel, como todo el mundo sabe, sujetó la muñeca de mi padre y señaló hacia el carnero enredado en las zarzas. Lo que nunca se ha dicho es que, a pesar de ello, mi padre siguió intentándolo y el Ángel tuvo que forcejear con él, empleándose a fondo, para impedirle clavar su cuchillo en mi corazón incircunciso.
Pero no fue la obsesión sacrificial de mi padre la que me hizo perder la fe, sino el hecho de descubrir, mucho tiempo después, que, desde el principio, mi madre había estado al tanto de la maquinación y, sin embargo, había guardado un silencio entre sumiso y cómplice, al respecto.