Vídeomontaje realizado sobre fotografías de dibujos, oleos y esculturas de mi primo Francisco Gómez Jarillo

Penúltima reencarnación

     Un viejo refrán español viene a decir que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. En mi caso se cumple con creces. Cada vez que muero, me juro que es la última vez, que lo haré bien la próxima vida y que se van a acabar para siempre las tonterías. Luego, cuando me reencarno, vuelvo a meter la pata en los mismos o similares charcos y me obligo a repetir el ciclo kármico. Y así sigo, sin escarmentar.

El espejo del fin del mundo

El fin del mundo llegó, tal como sabemos quienes habitamos ojepse led odal orto la, el día que Don Quijote de la Mancha decidió rendir sus armas y hacerse pastor. Ese mismo día y a la misma hora, murió de pena Sir John Falstaff, coincidencia que no debería pasaros desapercibida, mientras Alejandro de Macedonia, incapaz de soltar los nudos de Gordión, decidió sajarlo con la espada, Nadie chamuscaba el ojo de Polifemo y un palurdo universitario ponía sus pezuñas en la Luna. Fue el mismo día, no podía ser de otra manera,  que Gregorio Samsa se despertó convertido en un desvalido insecto, Jeorges-Jacques Danton fue guillotinado, Jesús de Nazareth decidió transformar el pan y el vino en carne y sangre humanas, Robert Oppenheimer fue reconocido oficialmente como excelso benefactor de la humanidad y una malvada madrastra sin nombre destruyó para siempre el espejo-luna que nos mantenía unidos en la vida eterna. El fin del mundo llegó cuando decidieron separarse, ya para nunca, el tiempo histórico y el tiempo del mito, el tiempo de la materia y el tiempo del espíritu, el tiempo del reloj atómico y el tiempo del reloj de arena dorada por el sol, el tiempo del oro alquímico y el tiempo del tiempo es oro. Pero, ¿cómo hacéroslo saber desde el otro lado de un espejo que está roto? 

Nostalgia, saudade o yo qué sé

Yo no sé si es nostalgia, saudade o tristeza sin fondo:
es como un déjà vu, pero mucho más persistente e intenso.
Un retorno a la ciudad del sueño en duermevela en la que nunca estuve.
Me veo entonces, como a través de un espejo deslucido, solitario y noctámbulo,
yendo al encuentro del amigo a quien no volveré a ver.
Camino entre la niebla en esta noche fría,
en que la luna llena apenas se deja presentir,
por una calle sin luces y sin nombre,
encojo los hombros, me subo las solapas de la americana y enciendo un cigarrillo,
rogando a Dios por lo bajo que aún esté abierto el bar en que habíamos quedado,
y que aún siga él allí, con su vaso de whisky en la mano, para brindar de nuevo
y “echar unas risas” que ahuyenten, por un momento, la tristeza
y abarcar el mundo entero en un abrazo.
Pero él, me dice el camarero, también esta vez ha tenido que marcharse,
pues anda muy ocupado atendiendo sus asuntos de muerto prematuro.
Y yo me encojo de hombros otra vez, me tapo hasta las orejas,
y salgo de nuevo a la calle, hacia el amanecer helado que me espera.

A mi amigo Luigui, siempre en el recuerdo.


Ilustración: Camelia Davidescu

Últimos besos

Vida mía, dulce amada:
si, al besarme apasionada,
notas algo como barro,
no pienses que tengo sarro.
Yo beso por donde pisas
y tu has ido, con las prisas,
a meterte en todo el charco.
¡Ay, si te hubieses parado!

Y si un olor nauseabundo
de mi labio vagabundo,
invade tu fino olfato,
no creas que tengo flato.
Beso donde pisas tu:
las caquitas de Lulú.
Si hubieras tenido un gato
esto no habría pasado.

Y si notas pegajoso
mi beso, nada rijoso,
piensa, en fin, que es por el chicle
que pisaste en tu despiste.
Y, aunque ya te lo advertí,
también pisaste, lo vi,
lapo y vómito asquerosos.
¡Qué besos tan enojosos
Los últimos que te di!

Y, aunque ya no me permites
besar tus labios carmines,
sigo besando a tu paso:
las cacas del lasha apso
los charcos, las vomitonas
de adolescentes litronas,
chicles también, ¡oh, infeliz!

No me lo puedes prohibir.


Ilustración: Camelia Davidescu

El día después (21 de Noviembre de 2011)

El PESOE no está contento:
se va a quedar sin barones
a montones.
Todo es banderas al viento
en la sede del PEPÉ.
¡Eso es fe!
Estará feliz el CE i U:
de diez pasa a dieciséis,
ya lo veis.
¡También lo estará el IU:
grupito parlamentario
en solitario!
¿Y quién es ese AMAIUR
que ha ganado al UPE y DE?:
un euskalé.
Rubalcaba que dimita.
Rajoy para presidente.
Lleida siente
que a pesar de su autoestima
Cataluña no es un coto
de uno solo.
Cayo Lara y Llamazares
a seguir el movimiento
descontento
de indignados a millares
al que ya se han arrimado
con descaro.
Rosa Díez a por todas:
“¡Vaya brutal injusticia!
Yo quería
un grupo afín a mis cosas
y me han metido en el mixto.
¡Vaya pisto!”
El resto es fútbol del bueno,
con goleadas y empates
a raudales.
Sólo pondré dos ejemplos:
Compromís QU empata al FAC:
vaya un crak.
PENEUVE cinco, Ebe cero
sin el Zubi de portero.
Ya lo dejo. 

Los tres reyes

Cualquiera hubiese asegurado que los tres habían venido juntos y, sin embargo, fue pura casualidad que coincidieran aquella mañana en la pensión del señor Honorato. También que a los tres les diera por hacer la misma pregunta absurda al mesonero, porque, en el fondo, cada uno buscaba un niño diferente, aunque, eso sí, los tres venían con la intención de adorarle y llevárselo como rey por un día a su país para, acto seguido, sacrificarlo a sus dioses. La capacidad de reacción del señor Honorato, tal vez su proverbial desconfianza hacia los forasteros o vaya usted a saber qué, salvó a los trillizos de la quema, pero ¡a qué precio! Y no me refiero sólo a la matanza de niñitos inocentes que siguió, todos los del pueblo excepto los tres gemelos, sino, sobre todo, a la que montaron los hermanitos cuando llegaron a la edad adulta. “¡Si lo llego a saber -decía el señor Honorato cuando la cosa ya no tenía remedio- se los entrego yo personalmente a los tres reyes esos!”. Claro, como eran los únicos varones que quedaban de su generación y como encima el señor Herodes, el cacique del pueblo, al no tener hijos que le heredaran –porque no iban a heredar las hembras, es lo que faltaba, aunque fuera el cacique- los adoptó como suyos, se puede uno imaginar. Eran malos hasta decir basta y desde que murió su padre adoptivo, peor todavía. No respetaban ni a sus hermanastras, ni siquiera a la más guapa, la pizpireta Salomé. A la mujer le gustaba exhibir sus encantos por el pueblo y ¿qué mal había en ello? ¿No era soltera? Tenía un baile de su invención –menuda era la Salomé- que solía ejecutar en la plaza mayor. Según danzaba dando vueltas, se iba quitando la ropa, toda a base de velos de satén, hasta que se quedaba en pelota. ¡Pues no van los trillizos y la encierran en casa, que no se la volvió a ver hasta que la espicharon los tres! Y que pena daba, que se había quedado en los huesos y ya no iba con velos, sino con un vestido todo negro hasta los pies. Y para animarla le decíamos “Baila Salomé, que tus hermanos ya no están para impedirlo, baila” y ella bajaba la cabeza y respondía horrorizada: “No, no, que es pecado mortal”. Pobre Salomé. En cuatro años de reclusión mayor envejeció más que todos nosotros juntos en cincuenta.
Había una que se la daba con queso al marido y no con uno ni con dos, que aquella se tiraba todo lo que llevara pantalones y va el buen hombre y la denuncia, ¿no? Para allá que vamos todos con las piedras para lapidarla como se merece y en esto que aparece uno de los hermanitos, el Jesusín –aunque los tres son iguales a éste se le reconocía porque era el más relamido de los tres- y empieza con que si el que esté libre de pecado, con que si no hay que tirar piedras al propio tejado, con que si patatín, con que si patatán, y va ¡y la deja marchar a la muy zorra! Y todo el pueblo con un palmo de narices, tu. Pero con su guardia de diez matones que habían reclutado por ahí fuera, a ver que hacíamos. A soltar las piedras y para casa. Que si digo que eran malos no lo digo por decir. Me acuerdo de un día que nos mandan ir a todo el pueblo a la plaza mayor, que nos va a hablar el Jesusín de los cojones. Se asoma el tío al balcón y empieza a dar órdenes como su padre, pero todo al revés. Va y dice, dice: “Desde ahora ni ojo por ojo ni diente por diente ni hostia por hostia. Desde ahora, si os abofetean en una mejilla ponéis la otra”. A mí, claro me dio la risa tanta estultez, con tan mala pata que Pedro, uno de sus matones, estaba justo detrás de mí. Me chista, me doy la vuelta sin saber quien es y me arrea un bofetón de dos pares de cojones. A mí, a mis cincuenta y ocho años, va un niñato y me pega con la mano abierta. Mira, me voy con la cacha a por él que si no me sujetan lo escalabro allí mismo. Y sujeto como estaba por otros dos matones, creo que uno era un tal Andrés y el otro no me acuerdo, va el tal Pedro y me dice “y ahora en la otra para que aprendas la lección”. ¡Y me da otra bofetada el muy cabrón! Yo lloraba, lo juro, lloraba pero no de dolor, que el mierda ese no tenía media torta, sino de impotencia…bueno, pues hablando de jurar, según me estaba cagando en dios, el Jesusín, como si me estuviera oyendo, que era imposible desde el balcón y tampoco lo dije a voz en grito, añade: “Y no juréis por Dios”. Jódete lorito.
Un día el señor Honorato, el de la pensión, se me acerca a escondidas –los trillizos tenían espías por todas partes- y me dice: “¿Sabes la última de los hermanitos? Me la ha contado Serafín, mi primo, que tiene un hotel restaurante en Canaan –sus tentáculos se iban alargando cada vez más lejos-. Pues resulta que una parejita quiso celebrar allí su boda y para allá que fueron los tres caciques con la bruja de su madre. Cuando se dejó de servir el vino, a la medianoche, como siempre, para que los novios puedan retirarse a hacer lo que tengan que hacer en su primera noche, van éstos y empiezan a sacar botellas y más botellas para los invitados y no solo le dejaron el bar para el seguro a mi primo Serafín sino que, además, los pobres novios no pudieron consumar y se negaron a pagarle la habitación que habían apalabrado con él”.
Yo he visto con mis propios ojos a Jesusín con un látigo en la mano expulsar a los pobres mercaderes del templo mientras vendían los animales para el holocausto. “¿Con qué vamos a sacrificar ahora?”, se preguntaba todo el pueblo. Pero bien le importaba a él y a sus hermanos.
No eran una ni dos. Era la maldad como forma de vida, el goteo continuo que hace rebosar el vaso. Pero nos tenían agarrados por las pelotas hasta el punto de que incluso uno de sus matones, de nombre Mateo, era, además, el recaudador de los impuestos, así que, si no te volvías manso como un cordero y te convertías en oveja del pastor Jesusín, venía el de hacienda y te lo quitaba todo. Pero gente tan mala tiene que hacer agua por algún sitio, generar enemistades incluso entre los suyos y dimos con Judas que estaba harto de los tejemanejes de los hermanitos y de que se rieran de él. La última que le hicieron inclinó la balanza a nuestro favor. Resulta que se reunieron los trece, los tres hermanitos y los diez matones para cenar y en esto, antes de empezar, el Jesusín, que ya era el jefe indiscutido del clan, moja un trozo de pan en el vino y se lo da al pobre Judas como diciéndole “anda, toma esto y vete a tomar por culo, que aquí no vas a pillar nada”. Después se enteró que se habían puesto ciegos a comer cordero y a beber vino y a mojar pan en la salsa. Así que vino y nos dijo: “esta noche van todos para el huerto de los olivos después de la cena a ver como van las aceitunas. Estarán borrachos perdidos. Es ahora o nunca”. Pero Pilatos, el jefe provincial del movimiento, que no los tragaba desde que le obligaron a cerrar el puticlub del pueblo, había sido explícito: “si queréis que haga la vista gorda, vale, pero solo admitiré un linchamiento cada vez” y decidimos por votación que Jesusín, el peor de los tres, fuese el primero. “¿Pero y si nos equivocamos de hermano?”, terció Honorato. “Yo le conozco de sobras. Al que le diere un beso en la boca, ese es el Jesusín”. Todos sonreímos por lo bajo. Algo habíamos oído.

Alder, el periódico

    Suelen dejarse caer por aquí los sábados a eso de la una o una y media del mediodía. Y, cuando vienen, vienen todos, como en manada, dicho sea sin ánimo de ofensa: la señora Asun, don Rogelio - bueno, don Rogelio no es que aparezca por “El Continental”, es que no lo abandona nunca -, el señor Boy con su mujer y su hija que ya tiene seis años, ¡como pasa el tiempo! y, naturalmente, el ex-director del periódico y su colega el señorito Oriz. Ahora que lo pienso, es curioso que me salga tan natural el tratamiento de usted, con lo normal que me parecía antes el tuteo. Pero, en fin, a lo que vamos. Aunque lo negarían si alguien les preguntase, vienen por lo mismo que venía yo antes de trabajar aquí, vienen a comprobar que todo sigue igual, vienen a hacerse cruces, a confirmarse en la estúpida opinión de que todo es cosa del diablo, vienen a poner verde al pobre Alder y a echarle la culpa de todos los males que les han acaecido. Vienen por la cosa de la nostalgia.
     Yo no se quién o que cosa será Alder ahora, pero si les puedo decir que, cuando llegó por vez primera, era un hombre (o, si se quiere, un muchacho) tímido, incluso apocado, que apenas si se atrevía a enseñar el título de periodista que le asomaba del bolsillo de la chaqueta y que no daba en absoluto la impresión de querer comerse el mundo. Era más servicial que trepa, si puedo decirlo así; lo que hacía, lo hacía por echar una mano, no para zancadillear a nadie, ahora estoy seguro, tengo que estarlo porque si no, me sentiría ética y profesionalmente despreciable. Si es que ya tenía el mal dentro, él no era consciente y, a pesar de todo lo que hizo, no se le puede culpar tan a la ligera. No se, quizá el sistema o vaya usted a saber qué, pero no él, no conscientemente, ya digo. Y la prueba está en como acabó la cosa. ¿A quién le puede interesar, por ambicioso que pueda ser, acabar como Alder? A ver, ¿a quién? Así que, ya digo, para mi que su predisposición no era premeditada. Ya digo, cuando el jefe de redacción nos le presentó, el chico bajaba la cabeza, como abrumado por nuestra reputación y nos tendía la mano, como pidiendo limosna, no sintiéndose digno de nuestro apretón. Uno a uno le fuimos saludando y nuestras frases del primer día no pudieron ser más cordiales. Desde el escueto, aunque cariñoso “bien venido al barco”, hasta el “tu tranquilo, que aquí no nos comemos a nadie”, no hubo un solo colega que no le dirigiese una frase de saludo amistosa. Desde luego, era el nuevo y no iba a comenzar por el artículo editorial, pero tampoco empezó por las necrológicas. No un puesto de responsabilidad, pero se le adjuntó al área de internacional. Al parecer hablaba un par de idiomas y, además era el segundo de su promoción, así que no era cuestión de humillarle en un periódico progresista como el nuestro. No era nuestro talante: desde el director hasta el último mono, creíamos seriamente que la sangre joven no podía sino beneficiar al rotativo.
     Al principio la cosa marchó bien. Aunque a esas alturas aun no nos dábamos cuenta cabal, he de decir que demasiado bien. A veces el jefe del área de internacional se enfadaba con él, aunque era a nosotros a quienes nos lo comentaba, no directamente a Alder. Quizá ese fuera el primer error. No haberle puesto los puntos sobre las ies desde el primer día. Llegaba el jefe de internacional, como tengo dicho y me decía:” ¿sabes lo que me ha hecho ese niñato hoy, Jaime? Pues no voy a desayunar y cuando vuelvo resulta que mi artículo del Golfo está corregido y en máquinas. Y eso que lo dejé sobre mi mesa aún sin firmar”. Pero como yo le decía con cierta chanza: “hombre, si no ha llegado al límite de poner su rúbrica, la cosa no es tan grave”. Además, al parecer, las correcciones eran precisas y puntuales, demasiado puntuales, diríamos ahora, así que el jefe de internacional, Pedro Andrés Oriz, lo dejaba estar sin llamarle siquiera la atención.
La primera voz de alarma seria, la dio, pero no le hicimos caso, la señora de la limpieza del área de exteriores. Yo, al principio, me reía de ella, cariñosamente, se entiende - le decía, por ejemplo:”vamos, Asun, no te me pongas así, el chico tiene buena intención” -, pero cuando se produjo la tragedia, empecé a preocuparme.
     Aquí debo hacer un inciso: soy, era, quiero decir, el más antiguo de la redacción. Conocía bien a todo el mundo y además no tenía jefatura en ninguna sección ni área, así que, en cierto modo, había establecido unas relaciones sociales de amplia base en la oficina, que no se limitaban a mis colegas de profesión. Desde el conserje al director se sentían casi obligados a contarme sus cuitas personales y laborales. Así Asun, la mentada señora de la limpieza.
     Y continúo. Al principio creí que la mujer no estaba bien de la chaveta. Cuando se lo cuente, ustedes, tal vez, piensen lo mismo. Por ejemplo, su primera queja consistió en comentarme en la maquina de café que el “nuevo señorito, ese joven tan prometedor, como dice usted, -de tu, Asun, de tu- ¿se querrá creer que no mancha nada? Ni el cenicero de su mesa - bueno, mujer, si no fuma - no se me haga el gracioso don Jaime, -de tu, coño, Asun- ni la papelera. Ni un marquito de vaso de café en la madera. ¿Eh? ¿Que le, te parece?”. A toro pasado es fácil deducir lo que faltaba por venir, pero estarán de acuerdo conmigo en que, con tan poca información, era imposible entonces intuir los derroteros que el asunto iba tomando. Así que me limité a contestarle:”Pero vamos a ver, Asun, ¿cual es el problema?”, pensando que la dejaría sin respuesta. “¿Es que no lo ve(s)? Ningún hombre es tan limpio. ¿No lo entiendes?”. Evidentemente no lo entendí. Me limité a aplicar mis clichés habituales. Creí entender que la Asun estaba disgustada porque Alder era, presumiblemente un cocinillas, y a ella le molestaban los cocinillas méteme-en-todo  y no le presté mayor atención al asunto.
     Dos o tres semanas más tarde, la señora de la limpieza cayó enferma y pidió una baja de seis días. No era grave. Una gripe mal curada, no había de qué asustarse. Pero el asunto fue que, durante su enfermedad, Alder empezó a comportarse de manera extraña, extraña entre comillas, claro, a estas alturas, quien más, quien menos, todo el mundo se va enterando de que va el asunto Alder. Además de hacer su trabajo y corregir el de sus colegas - ya no solamente el jefe de exteriores, incluso el que estaba encargado de resumir simplemente la información de teletipos, le pedían ayuda en la ortografía y estilo - se ponía a cantar mientras limpiaba las mesas de sus compañeros y el suelo de la sección que, no se lo pierdan, era de mil metros cuadrados.   Todos los días, mientras duró la baja de Asun y hasta dos veces por jornada, pasaba la fregona, le daba Ocedar a la madera y arreglaba los papeles de todas las mesas. Alegaba que no podía soportar la suciedad y yo naturalmente que me lo creo. Pero, como dije, se produjo la tragedia. Cuando la pobre Asun volvió al periódico, todavía con algo de fiebre y  moqueo, se encontró con la carta de despido en los lavabos. Vino hasta mi mesa, me la enseñó y susurrándome un “¿lo ve, Don Jaime, lo ve?”, se despidió con lágrimas en los ojos y un beso en la mejilla. Empecé a cavilar y, ¿porqué no decirlo?, a moverme por todas las secciones. Pero en exteriores fueron inflexibles. El muchacho no tenía la culpa, ella se lo había buscado, y además solamente era una señora de la limpieza. Que siguiera Alder limpiando, si tanto le gustaba. No hacía mal a nadie ni cobraba por ello y era un excelente compañero. No hubo forma de que me dejaran tomar medidas.
     El siguiente en caer fue Rogelio Armendariz. Siempre le había gustado beber más de la cuenta, es cierto, y últimamente se le veía poco por la redacción. Ya antes del despido era comidilla que sus artículos se los hacía Alder bajo cuerda. He de decir aquí que el muchacho jamás se fue de la lengua. Otros lo hicieron por él, quizá, o, simplemente, el redactor jefe notó el cambio de estilo en los artículos, no sé, pero el chico era inocente y solo quería ayudar a un colega. El caso es que el director lo echó sin contemplaciones - y sin indemnización - y Alder, ya con su propia firma, se puso a hacer el trabajo de los dos oficialmente. Además de limpiar y corregir, como siempre los trabajos de sus compañeros. Cuando fui al Comité de Empresa, no quisieron saber nada. Alder era un compañero, “¿que quería, ir a por él?”. Lo sentían mucho por el pobre Rogelio pero tampoco era un secreto lo de su dipsomanía. Y había sido advertido más de una vez  Me enteré, además que Alder se había sindicado y echaba una mano en los asuntos del Comité. Poco a poco empecé a asustarme. Pero me daba la impresión de ser el único en comprender lo que estaba pasando.
     Cuando Arturo Boy pidió permiso de boda por quince días, nos adjudicaron a Alder como suplente. Aquel hombre no descansaba nunca. Y también en nuestra área empezó a limpiarnos las mesas, el suelo, corregir los artículos amablemente, ordenar nuestros papeles,… No podíamos negarnos. Era tan amable. Por ejemplo, te venía y decía:”Pero, bueno, Jaime, ¿como puedes tener esto así? Anda, deja, deja, ya te lo arreglo yo, no te preocupes.”. Y lo hacía. Por supuesto, el Arturito, al volver de su permiso, se encontró, como no podía ser menos, con una carta de despido sobre su mesa.
     No les aburriré con el anecdotario completo del asunto Adler. Pero permítanme una última historia antes de acabar con esto. Un día, cuando ya estábamos casi todos despedidos, se presenta el director del periódico - el ahora ex-director - en “El Continental”. Me chocó verle, porque él siempre iba al garito de enfrente, un poco más lujoso. Aunque me hice el despistado, esto no le arredró en lo más mínimo. Me ve, me saluda efusivamente, demasiado efusivamente y con algo de ambigua tristeza en la mirada. “¿Que opina de Adler, Jaime? - me dice - se que usted quiso ir a por él, antes de que todo esto pasara”. “Yo nunca he ido a por nadie - le respondo - simplemente, sabía lo que iba a pasar, las personas no somos tan diferentes, por cierto, ¿quiere una cerveza, jefe?”.”No, gracias - me responde - ¿sabe la última, amigo Jaime...¿puedo llamarle así ? Pues me acaban de llamar del Consejo de Administración. Quieren que presente la dimisión. ¿Y sabe por qué, eh, sabe por qué? Pues, simplemente, porque anteayer dejé que fuese el propio Alder quién se ocupase de despedir por mí al Jefe de Redacción, porque pensaba nombrarle a él en su lugar. Y ahora va y me hace esto. ¿Que le parece? Mi dimisión, después de tantos años de servicio”.
     Yo, como vengo todos los días, ya casi no presto atención. Casi, casi, me parece hasta lo más normal del mundo. Pero mis antiguos compañeros, cada sábado antes de entrar en “El Continental”, se demoran fuera - les veo desde los cristales de la cafetería que dan a la calle Pizarro - observando el edificio del que fue su lugar, nuestro lugar de trabajo tantos años y prestan oído a todo : al ruido de los muebles, al de las máquinas de escribir y las linotipias, al de las rotativas, al que producen los motores de los camiones de reparto cuando salen a distribuir el periódico por los quioscos - un millón de ejemplares diarios - y se miran atónitos. Pero ¿quién busca la noticia, quién la escribe, quién conduce los camiones, quién reparte los ejemplares, quién los vende? Saben que es Alder y que está solo para todo. Lo saben, pero cada fin de semana vuelven para mantener la fe. Luego entran al bar y se ponen a despotricar contra él. Yo, generalmente, no me inmiscuyo. Sólo cuando veo que a la señora Asun se le empiezan a salir las venas del cuello, me decido a meter baza y les cuento mi caso para calmar los ánimos. “¿Es que no soy yo como Alder ? ¿Es que no somos todos un poco como Alder? ¿O acaso sabía yo - por poner un ejemplo -, cuando recogí aquella cucharilla que se le cayó a la señora Asun - recuerda, señora Asun, a los dos días de que me despidieran a mí también - y la deposité amablemente en el mostrador, que me iba a convertir en el encargado de camareros de la cafetería El Continental? ¿eh?”. “Pero eso es distinto, coño - me contestan todos al alimón - lo tuyo fue un acto reflejo, Jaime, no jodas y lo de Alder....lo de Alder... ¡puff!”. Se que no hay forma de convencerles y tampoco lo pretendo. Pero consigo serenarles y que se pongan a hablar de otras cosas. De la educación del niño del señor Boy, por ejemplo, o de como convencer a don Rogelio para que beba un poco menos. Luego hago una imperceptible señal al camarero, un voluntarioso joven recién entrado, que se hace llamar Luís y que me recuerda algo a mí, para que les llene de nuevo los vasos.  “A cuenta de la casa”, les dice, porque sabe que soy yo quien da la aquiescencia. Es una forma de asegurarnos que volverán el próximo sábado. Necesitamos clientes fijos y además, ¿que voy a decirles a ustedes?, les echo en falta. Fueron mis compañeros. También yo soy, a mi manera, un sentimental. Aunque, por supuesto, me cubro las espaldas con respecto a Luís: no le consiento que haga nada, absolutamente nada, que no haya quedado perfectamente reflejado como obligación del cargo de camarero en el convenio colectivo vigente.

Diálogo entre Hermes y Sísifo

- Soy la Muerte y vengo a por ti, hijo de la Gran Puta
- ¿Cómo? ¿Qué?
- Que soy la Muerte y vengo a por ti, ¡hijo de la Gran Puta!
- Esa voz,… esa voz… ¿eres tú, Hermes?
- eh,… ah… que soy… que, que… y vengo a por… hijo de…
- Hermes, joder, que susto me has dado, hostias
- eh,… no, que yo,… que vengo…
- Acércate, hijo mío, deja que te palpe, ¿no ves que tengo vacías las cuencas de los ojos?
- pero,… pero esto es ridículo, yo,… yo…
- Eres Hermes, ¿no?
- sí,… yo,… ¿nos conocemos, señor?
- ¡qué señor ni que señor!, ¿es que no me reconoces? ¿Tanto he cambiado? Bueno, imagino que tu tampoco… en fin, he oído el ruido de tu bastón y el arrastrar de tus sandalias… Pero, ¿eres Hermes, no?
- ¡que sí, joder, que soy Hermes, leche y he venido…
- a por mí, que soy un hijo de la chingada, lo sé. Esa retahíla te la enseñé yo, joder. ¿Pero es que no me ves?
- ejem
- ¿no me irás a decir que tu también te has quedado ciego?
- eh, bueno, yo sí, eh… bueno, vale, abreviando,… ¿es usted Sísifo el rico sí o no?
- así me llaman, sí
- pues entonces se lo diré por última vez: Soy la Muerte y vengo a por ti, hijo de la Gran Puta
-sí, comprendo. También me llaman Hades
-¿tío Hades?
- Ya era hora, sobrino. Por poco no lo cuento.
- tío Hades, yo,… lo siento, lo, lo… siento mucho, yo…
***
- pero, ¿entonces, no le has traido?
- verás primita Perséfone, es que…
- te lió, como siempre, no me digas más
- Yo al principio no le reconocí y…
- y te lió y te lió y te lió, como siempre. Maldito bastardo. ¿Desde cuando Sísifo es mi marido? ¿Eh?
- No sé, prima. Es que todo esto de los mitos y los dioses y los... es tan complicado…



Ilustración por gentileza de Camelia Davidescu

Citas de Fernando Lázaro Carreter

  • ¿Sabe usted que hay totalidades teóricas? Comparto su ignorancia, pero ha de haberlas, puesto que las hay prácticas. Los medios de comunicación, los políticos,los profesores, los letrados, los predicadores, las gentes todas que deben de saber lo que se dicen, proclaman incesantemente su existencia: "La práctica totalidad de los ciudadanos..."