El buen lector y la gula


    Es un lugar común absolutamente asentado que el buen lector es algo así como un exigente gourmet o incluso un sibarita de la lectura. Como muchos otros tópicos, también este alberga una pizca de verdad. Desde luego, si al buen lector se le da a escoger entre un texto de Paul Auster, pongamos por caso, y una novela mamotreto al estilo de los best seller de hoy día, sin duda se inclinará por el primero, pero tendrá buen cuidado de frecuentar amistades capaces de proveerle en un momento de necesidad con la última parte de Los pilares de la Tierra. En ciertos aspectos, pues, el buen lector se aproxima más al Hércules glotón de ‘Alcestis’ o incluso al miserable Erisictón, que a un Petronio degustador de buena literatura. El buen lector se parece a Hamlet en el sentido de que a la pregunta ‘¿Qué lees?’, siempre responderá con un lacónico ‘palabras, palabras, palabras’ que no le comprometan. Una anécdota tomada de la vida cotidiana de un amigo mío, narrada por su esposa, me eximirá de explayarme sobre la glotonería inherente al buen lector. Así es como, aproximadamente, ella me la contó:
“Tu ‘amiguito’ Jaime –así es como su mujer se refiere siempre a su esposo en mi presencia, incluso cuando él está delante- estaba el otro día enfrascado en la lectura de no sé qué novela de un tal Leo Armidov (“sería un ensayo”, corregí yo, pero ella prosiguió imperturbable), hasta el punto de no apercibirse siquiera de mi regreso de la farmacia a la que había ido en busca de un medicamento que me habían recetado para la tensión. Incluso me apartó, haciendo un gesto similar al que se hace para espantar una mosca, cuando quise darle un beso en la frente. Tal era su estado de concentración. Me senté a su lado y, procurando no hacer demasiado ruido, desenvolví el paquete y abrí la cajita en que venían las pastillas. Cuando empecé a sacar el papelito papirofléxico que siempre acompaña a estas, observé en él una mirada muy rápida de reojo, pero enseguida volvió a su lectura y no le di mayor importancia. Pero al terminar de aplanar el escrito y cuando ya me disponía a leer las contra indicaciones del producto, él dejo de golpe la lectura de su novela ("el ensayo", insistí sin éxito) y me preguntó entre curioso y tímido: ‘¿Qué es eso?’ ‘Oh, nada –respondí-, son sólo las indicaciones de uso del medicamento para mi tensión arterial’. ‘Trae acá a ver que pone’, concluyó él y me quitó el papel de las manos tan suavemente que ni me apercibí de su gesto”.