El
problema principal que se le plantea a un muerto no es tanto haber fallecido
definitivamente como el que los demás no se lo acaben de creer, lo cual lleva
siempre a incómodos malentendidos. No me referiré aquí a los presumibles seres
queridos o querientes del finado que, por razones habitualmente lógicas nunca
acaban por creérselo del todo, sino, más bien, a “los otros”, entendiendo por
tales a los indiferentes o incluso a los desconocidos en el momento de
producirse el óbito y que posteriormente aparecen como admiradores, amigos e
incluso enemigos declarados y que suelen proliferar como hongos tras la firma
del certificado de defunción y saludan al muerto como si le conocieran de toda
la vida. “¡Ay, cabroncete, al fin te fuiste ¿eh?!” y mueven la cabeza con gesto
reprobatorio. De nada sirve que les digas que se vayan a la mierda, que ahí, o
sea aquí, en el velatorio, no pintan nada, que te dejen en paz con tus
recuerdos. Llegan y lo hacen para quedarse, para hacerse los amos, para
quitarte incluso ese último instante de gloria de haberte muerto. Se me dirá,
con razón, que eso de decir “he fallecido definitivamente” no es más que una
reminiscencia del pasado, de cuando moríamos de verdad y para siempre y que en
nuestro mundo, hablando con propiedad, nadie muere realmente, que es sólo un
trámite, un protocolo si se quiere, al que sigue siempre el renacimiento. Todo
esto es cierto, pero me siguen molestando estos buitres. Y eso que ya he muerto
tres veces, cuatro con ésta, y debería haberme acostumbrado. Y lo que peor sigo
llevando es eso de que se lleven a tu última esposa esposa, a tus más recientes
hijos, a la otra habitación, “para consolarlos”, dicen. “Para que se olviden de
ti antes que tú de ellos”, diría yo. Sí, reconozco que a mi “qué más me da” si
ya no voy a reconocerles cuando se me acabe la muerte, ni ellos a mí si me
encuentran casualmente un día por algún oscuro pasillo o en el ascensor, pero
¿había tanta prisa por apartarlos de mí?