Alder, el periódico

    Suelen dejarse caer por aquí los sábados a eso de la una o una y media del mediodía. Y, cuando vienen, vienen todos, como en manada, dicho sea sin ánimo de ofensa: la señora Asun, don Rogelio - bueno, don Rogelio no es que aparezca por “El Continental”, es que no lo abandona nunca -, el señor Boy con su mujer y su hija que ya tiene seis años, ¡como pasa el tiempo! y, naturalmente, el ex-director del periódico y su colega el señorito Oriz. Ahora que lo pienso, es curioso que me salga tan natural el tratamiento de usted, con lo normal que me parecía antes el tuteo. Pero, en fin, a lo que vamos. Aunque lo negarían si alguien les preguntase, vienen por lo mismo que venía yo antes de trabajar aquí, vienen a comprobar que todo sigue igual, vienen a hacerse cruces, a confirmarse en la estúpida opinión de que todo es cosa del diablo, vienen a poner verde al pobre Alder y a echarle la culpa de todos los males que les han acaecido. Vienen por la cosa de la nostalgia.
     Yo no se quién o que cosa será Alder ahora, pero si les puedo decir que, cuando llegó por vez primera, era un hombre (o, si se quiere, un muchacho) tímido, incluso apocado, que apenas si se atrevía a enseñar el título de periodista que le asomaba del bolsillo de la chaqueta y que no daba en absoluto la impresión de querer comerse el mundo. Era más servicial que trepa, si puedo decirlo así; lo que hacía, lo hacía por echar una mano, no para zancadillear a nadie, ahora estoy seguro, tengo que estarlo porque si no, me sentiría ética y profesionalmente despreciable. Si es que ya tenía el mal dentro, él no era consciente y, a pesar de todo lo que hizo, no se le puede culpar tan a la ligera. No se, quizá el sistema o vaya usted a saber qué, pero no él, no conscientemente, ya digo. Y la prueba está en como acabó la cosa. ¿A quién le puede interesar, por ambicioso que pueda ser, acabar como Alder? A ver, ¿a quién? Así que, ya digo, para mi que su predisposición no era premeditada. Ya digo, cuando el jefe de redacción nos le presentó, el chico bajaba la cabeza, como abrumado por nuestra reputación y nos tendía la mano, como pidiendo limosna, no sintiéndose digno de nuestro apretón. Uno a uno le fuimos saludando y nuestras frases del primer día no pudieron ser más cordiales. Desde el escueto, aunque cariñoso “bien venido al barco”, hasta el “tu tranquilo, que aquí no nos comemos a nadie”, no hubo un solo colega que no le dirigiese una frase de saludo amistosa. Desde luego, era el nuevo y no iba a comenzar por el artículo editorial, pero tampoco empezó por las necrológicas. No un puesto de responsabilidad, pero se le adjuntó al área de internacional. Al parecer hablaba un par de idiomas y, además era el segundo de su promoción, así que no era cuestión de humillarle en un periódico progresista como el nuestro. No era nuestro talante: desde el director hasta el último mono, creíamos seriamente que la sangre joven no podía sino beneficiar al rotativo.
     Al principio la cosa marchó bien. Aunque a esas alturas aun no nos dábamos cuenta cabal, he de decir que demasiado bien. A veces el jefe del área de internacional se enfadaba con él, aunque era a nosotros a quienes nos lo comentaba, no directamente a Alder. Quizá ese fuera el primer error. No haberle puesto los puntos sobre las ies desde el primer día. Llegaba el jefe de internacional, como tengo dicho y me decía:” ¿sabes lo que me ha hecho ese niñato hoy, Jaime? Pues no voy a desayunar y cuando vuelvo resulta que mi artículo del Golfo está corregido y en máquinas. Y eso que lo dejé sobre mi mesa aún sin firmar”. Pero como yo le decía con cierta chanza: “hombre, si no ha llegado al límite de poner su rúbrica, la cosa no es tan grave”. Además, al parecer, las correcciones eran precisas y puntuales, demasiado puntuales, diríamos ahora, así que el jefe de internacional, Pedro Andrés Oriz, lo dejaba estar sin llamarle siquiera la atención.
La primera voz de alarma seria, la dio, pero no le hicimos caso, la señora de la limpieza del área de exteriores. Yo, al principio, me reía de ella, cariñosamente, se entiende - le decía, por ejemplo:”vamos, Asun, no te me pongas así, el chico tiene buena intención” -, pero cuando se produjo la tragedia, empecé a preocuparme.
     Aquí debo hacer un inciso: soy, era, quiero decir, el más antiguo de la redacción. Conocía bien a todo el mundo y además no tenía jefatura en ninguna sección ni área, así que, en cierto modo, había establecido unas relaciones sociales de amplia base en la oficina, que no se limitaban a mis colegas de profesión. Desde el conserje al director se sentían casi obligados a contarme sus cuitas personales y laborales. Así Asun, la mentada señora de la limpieza.
     Y continúo. Al principio creí que la mujer no estaba bien de la chaveta. Cuando se lo cuente, ustedes, tal vez, piensen lo mismo. Por ejemplo, su primera queja consistió en comentarme en la maquina de café que el “nuevo señorito, ese joven tan prometedor, como dice usted, -de tu, Asun, de tu- ¿se querrá creer que no mancha nada? Ni el cenicero de su mesa - bueno, mujer, si no fuma - no se me haga el gracioso don Jaime, -de tu, coño, Asun- ni la papelera. Ni un marquito de vaso de café en la madera. ¿Eh? ¿Que le, te parece?”. A toro pasado es fácil deducir lo que faltaba por venir, pero estarán de acuerdo conmigo en que, con tan poca información, era imposible entonces intuir los derroteros que el asunto iba tomando. Así que me limité a contestarle:”Pero vamos a ver, Asun, ¿cual es el problema?”, pensando que la dejaría sin respuesta. “¿Es que no lo ve(s)? Ningún hombre es tan limpio. ¿No lo entiendes?”. Evidentemente no lo entendí. Me limité a aplicar mis clichés habituales. Creí entender que la Asun estaba disgustada porque Alder era, presumiblemente un cocinillas, y a ella le molestaban los cocinillas méteme-en-todo  y no le presté mayor atención al asunto.
     Dos o tres semanas más tarde, la señora de la limpieza cayó enferma y pidió una baja de seis días. No era grave. Una gripe mal curada, no había de qué asustarse. Pero el asunto fue que, durante su enfermedad, Alder empezó a comportarse de manera extraña, extraña entre comillas, claro, a estas alturas, quien más, quien menos, todo el mundo se va enterando de que va el asunto Alder. Además de hacer su trabajo y corregir el de sus colegas - ya no solamente el jefe de exteriores, incluso el que estaba encargado de resumir simplemente la información de teletipos, le pedían ayuda en la ortografía y estilo - se ponía a cantar mientras limpiaba las mesas de sus compañeros y el suelo de la sección que, no se lo pierdan, era de mil metros cuadrados.   Todos los días, mientras duró la baja de Asun y hasta dos veces por jornada, pasaba la fregona, le daba Ocedar a la madera y arreglaba los papeles de todas las mesas. Alegaba que no podía soportar la suciedad y yo naturalmente que me lo creo. Pero, como dije, se produjo la tragedia. Cuando la pobre Asun volvió al periódico, todavía con algo de fiebre y  moqueo, se encontró con la carta de despido en los lavabos. Vino hasta mi mesa, me la enseñó y susurrándome un “¿lo ve, Don Jaime, lo ve?”, se despidió con lágrimas en los ojos y un beso en la mejilla. Empecé a cavilar y, ¿porqué no decirlo?, a moverme por todas las secciones. Pero en exteriores fueron inflexibles. El muchacho no tenía la culpa, ella se lo había buscado, y además solamente era una señora de la limpieza. Que siguiera Alder limpiando, si tanto le gustaba. No hacía mal a nadie ni cobraba por ello y era un excelente compañero. No hubo forma de que me dejaran tomar medidas.
     El siguiente en caer fue Rogelio Armendariz. Siempre le había gustado beber más de la cuenta, es cierto, y últimamente se le veía poco por la redacción. Ya antes del despido era comidilla que sus artículos se los hacía Alder bajo cuerda. He de decir aquí que el muchacho jamás se fue de la lengua. Otros lo hicieron por él, quizá, o, simplemente, el redactor jefe notó el cambio de estilo en los artículos, no sé, pero el chico era inocente y solo quería ayudar a un colega. El caso es que el director lo echó sin contemplaciones - y sin indemnización - y Alder, ya con su propia firma, se puso a hacer el trabajo de los dos oficialmente. Además de limpiar y corregir, como siempre los trabajos de sus compañeros. Cuando fui al Comité de Empresa, no quisieron saber nada. Alder era un compañero, “¿que quería, ir a por él?”. Lo sentían mucho por el pobre Rogelio pero tampoco era un secreto lo de su dipsomanía. Y había sido advertido más de una vez  Me enteré, además que Alder se había sindicado y echaba una mano en los asuntos del Comité. Poco a poco empecé a asustarme. Pero me daba la impresión de ser el único en comprender lo que estaba pasando.
     Cuando Arturo Boy pidió permiso de boda por quince días, nos adjudicaron a Alder como suplente. Aquel hombre no descansaba nunca. Y también en nuestra área empezó a limpiarnos las mesas, el suelo, corregir los artículos amablemente, ordenar nuestros papeles,… No podíamos negarnos. Era tan amable. Por ejemplo, te venía y decía:”Pero, bueno, Jaime, ¿como puedes tener esto así? Anda, deja, deja, ya te lo arreglo yo, no te preocupes.”. Y lo hacía. Por supuesto, el Arturito, al volver de su permiso, se encontró, como no podía ser menos, con una carta de despido sobre su mesa.
     No les aburriré con el anecdotario completo del asunto Adler. Pero permítanme una última historia antes de acabar con esto. Un día, cuando ya estábamos casi todos despedidos, se presenta el director del periódico - el ahora ex-director - en “El Continental”. Me chocó verle, porque él siempre iba al garito de enfrente, un poco más lujoso. Aunque me hice el despistado, esto no le arredró en lo más mínimo. Me ve, me saluda efusivamente, demasiado efusivamente y con algo de ambigua tristeza en la mirada. “¿Que opina de Adler, Jaime? - me dice - se que usted quiso ir a por él, antes de que todo esto pasara”. “Yo nunca he ido a por nadie - le respondo - simplemente, sabía lo que iba a pasar, las personas no somos tan diferentes, por cierto, ¿quiere una cerveza, jefe?”.”No, gracias - me responde - ¿sabe la última, amigo Jaime...¿puedo llamarle así ? Pues me acaban de llamar del Consejo de Administración. Quieren que presente la dimisión. ¿Y sabe por qué, eh, sabe por qué? Pues, simplemente, porque anteayer dejé que fuese el propio Alder quién se ocupase de despedir por mí al Jefe de Redacción, porque pensaba nombrarle a él en su lugar. Y ahora va y me hace esto. ¿Que le parece? Mi dimisión, después de tantos años de servicio”.
     Yo, como vengo todos los días, ya casi no presto atención. Casi, casi, me parece hasta lo más normal del mundo. Pero mis antiguos compañeros, cada sábado antes de entrar en “El Continental”, se demoran fuera - les veo desde los cristales de la cafetería que dan a la calle Pizarro - observando el edificio del que fue su lugar, nuestro lugar de trabajo tantos años y prestan oído a todo : al ruido de los muebles, al de las máquinas de escribir y las linotipias, al de las rotativas, al que producen los motores de los camiones de reparto cuando salen a distribuir el periódico por los quioscos - un millón de ejemplares diarios - y se miran atónitos. Pero ¿quién busca la noticia, quién la escribe, quién conduce los camiones, quién reparte los ejemplares, quién los vende? Saben que es Alder y que está solo para todo. Lo saben, pero cada fin de semana vuelven para mantener la fe. Luego entran al bar y se ponen a despotricar contra él. Yo, generalmente, no me inmiscuyo. Sólo cuando veo que a la señora Asun se le empiezan a salir las venas del cuello, me decido a meter baza y les cuento mi caso para calmar los ánimos. “¿Es que no soy yo como Alder ? ¿Es que no somos todos un poco como Alder? ¿O acaso sabía yo - por poner un ejemplo -, cuando recogí aquella cucharilla que se le cayó a la señora Asun - recuerda, señora Asun, a los dos días de que me despidieran a mí también - y la deposité amablemente en el mostrador, que me iba a convertir en el encargado de camareros de la cafetería El Continental? ¿eh?”. “Pero eso es distinto, coño - me contestan todos al alimón - lo tuyo fue un acto reflejo, Jaime, no jodas y lo de Alder....lo de Alder... ¡puff!”. Se que no hay forma de convencerles y tampoco lo pretendo. Pero consigo serenarles y que se pongan a hablar de otras cosas. De la educación del niño del señor Boy, por ejemplo, o de como convencer a don Rogelio para que beba un poco menos. Luego hago una imperceptible señal al camarero, un voluntarioso joven recién entrado, que se hace llamar Luís y que me recuerda algo a mí, para que les llene de nuevo los vasos.  “A cuenta de la casa”, les dice, porque sabe que soy yo quien da la aquiescencia. Es una forma de asegurarnos que volverán el próximo sábado. Necesitamos clientes fijos y además, ¿que voy a decirles a ustedes?, les echo en falta. Fueron mis compañeros. También yo soy, a mi manera, un sentimental. Aunque, por supuesto, me cubro las espaldas con respecto a Luís: no le consiento que haga nada, absolutamente nada, que no haya quedado perfectamente reflejado como obligación del cargo de camarero en el convenio colectivo vigente.

8 comentarios:

  1. Jajajajajjajaa!!! Este Alder es un caso clínico, arrasador, a la vez que una gran y maravillosa alegoría del "cuidadín" y de eso de quien se va a Sevilla pierde su silla.
    Me he divertid mucho, el estilo a modo costumbrista me encanta, y lamento que no te lanzaras a ser columnista. Encajaría perfectamente.
    Un abrazo, Janial.

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  2. PD- Ahora se entienden las alarmantes noticias de grandes recortes de plantillas en los periódicos....

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    1. No pensarás ni por un momento, que esto cuenta como dos comentarios. La licenciatura hay que ganársela sin atajos.

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  3. Por cierto, y ya sé que no suma puntos, he estado mirando cómo suscribirme para recibir notificaciones del blog, y no hay manera....

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    1. Yo creo que es donde pone, a la derecha, "Y si, además, te los quieres comer recién sacados del horno y calentitos". Ahí tecleas tu dirección de correo electrónico. Así es como tengo yo vuestros blogs para recibir novedades. No se de más suscripciones, pero miraré a ver.

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  4. Voy a ver los bollos calentitos...

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  5. Parece que yes. Hecho. Veremos si me llega gmail.

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