La balanza dice: vive

Por unas cosas o por otras, siempre acabo posponiendo el momento de mi muerte. Mi esposa no hace más que repetírmelo: “Si te vas a suicidar, hazlo de una vez y, si no, deja de dar la murga”. Tiene razón desde luego, pero es que ella no puede comprender la seriedad del asunto. No es tan sencillo pegarse un tiro, a pesar de que, visto desde fuera, pueda parecer un gesto más, el último, de un alma desesperada. Ni siquiera, como en mi caso, cuando ya has tomado la decisión irrevocable. Tras sopesar cuidadosamente los pros y los contras de la terrible acción que vas a llevar a cabo, siempre aparecen aquí y allá, flecos sueltos sin resolver, pequeños detalles sin importancia que, de pronto, inclinan la balanza hacia uno u otro lado. Es en esos minúsculos detalles donde se ocultan con frecuencia mis “arrepentimientos” de última hora, como me gusta denominarlos.
Pondré un ejemplo reciente: hace tres días, ya tenía todo dispuesto. El arma cargada y la puerta del despacho cerrada con llave por dentro para evitar que mi hijito de tres años pudiera importunarme en el transcurso de mi dramática acción. ¿Y qué ocurrió? Pues ocurrió, sencillamente, que en el instante en que me llevaba la pistola a la sien, mi mujer encendió la televisión y yo pude oír claramente a través de las paredes cómo había repuntado el IBEX 35 gracias a la espectacular subida del precio de las acciones de CORSO S.A. Un golpe de intuición que sólo cabe adjetivar como divina, seguida de un rápido cálculo mental, me obligó a cambiar el revolver por el auricular del teléfono. “¡Vende, vende!”, le grité a mi corredor de bolsa”. “Jo, macho, te vas a forrar”, me respondió. Y así, por una minucia, volví a retrasar el acto que me habría liberado para siempre de las miserias de este mundo.



El primer caso de James Dragule

Tres días antes de abandonar para siempre el cuerpo de la policía, recibí la visita de su marido. El cornudo, un tipo enorme de dos metros de altura y complexión de atleta, entró en mi despacho sin molestarse siquiera en llamar a la puerta.
    - Necesito que siga a mi esposa. Estoy seguro de que me la está dando con queso.
    - Usted es policía –respondí displicente-. No necesita un detective privado para eso.
    - ¿Y cómo sabe que soy policía, señor Dragule?
Temí una trampa y por mi vida. “Sabe que soy el amante de su mujer y me está probando el muy cabrón”, pensé. Pero conseguí reaccionar:
    - Huele a bofia a un kilómetro. Además no pretenderá hacerme creer que el uniforme que lleva es de bombero.
    - No puedo recurrir a los compañeros del departamento. Sospecho de algunos de ellos. ¿Sabe?  Ella también es policía.
“Algunos de ellos –sonreí para mis adentros-. Vaya putón verbenero”
    - De acuerdo. Me encargaré del asunto. Pero necesitaré algunas fotografías.
    - Aquí tiene una –me la tendió orgulloso-. Es del día de mi graduación.
    - Ajá, no está mal para empezar. Pero también precisaré algunas de su esposa.

Resultó fácil hallar un chivo expiatorio entre los promiscuos miembros del cuerpo de la policía. Lo eché a suertes y le tocó la china al inspector Romerales, el iracundo jefe del marido despechado. Tres días después, el muy bruto se llevó a los dos por delante. Minutos antes de matarla, disfruté del cuerpo de la policía por última vez. Desde el interior del armario, oí la primera detonación.
    - ¿Qué hace usted ahí dentro?
    - Estaba siguiendo a su esposa, ¿recuerda?
    - ¿Desnudo?
    - No quería levantar sospechas.

Me miró convencido. Luego, se llevó el arma a la sien y oí la segunda detonación.