Por unas cosas o por otras, siempre acabo
posponiendo el momento de mi muerte. Mi esposa no hace más que repetírmelo: “Si
te vas a suicidar, hazlo de una vez y, si no, deja de dar la murga”. Tiene
razón desde luego, pero es que ella no puede comprender la seriedad del asunto. No
es tan sencillo pegarse un tiro, a pesar de que, visto desde fuera, pueda
parecer un gesto más, el último, de un alma desesperada. Ni siquiera, como en
mi caso, cuando ya has tomado la decisión irrevocable. Tras sopesar
cuidadosamente los pros y los contras de la terrible acción que vas a llevar a
cabo, siempre aparecen aquí y allá, flecos sueltos sin resolver, pequeños
detalles sin importancia que, de pronto, inclinan la balanza hacia uno u otro
lado. Es en esos minúsculos detalles donde se ocultan con frecuencia mis
“arrepentimientos” de última hora, como me gusta denominarlos.
Pondré un ejemplo reciente: hace tres días,
ya tenía todo dispuesto. El arma cargada y la puerta del despacho cerrada con
llave por dentro para evitar que mi hijito de tres años pudiera importunarme en
el transcurso de mi dramática acción. ¿Y qué ocurrió? Pues ocurrió,
sencillamente, que en el instante en que me llevaba la pistola a la sien, mi
mujer encendió la televisión y yo pude oír claramente a través de las paredes
cómo había repuntado el IBEX 35 gracias a la espectacular subida del precio de
las acciones de CORSO S.A. Un golpe de intuición que sólo cabe adjetivar como
divina, seguida de un rápido cálculo mental, me obligó a cambiar el revolver
por el auricular del teléfono. “¡Vende, vende!”, le grité a mi corredor de
bolsa”. “Jo, macho, te vas a forrar”, me respondió. Y así, por una minucia,
volví a retrasar el acto que me habría liberado para siempre de las miserias de
este mundo.