Hoy le canto al olivino
-magno nesosilicato
de octorrómbico sustrato-
el de magnesio divino.
Alzo mi copa de vino
por esta peridotita,
plutónica forsterita
de un verde oliva supino.
Eso sí, en verso de espino
sin pizca de fayolita.
Filosofía de la Cuasi Sincronía (FCS) I
El estudio cada vez
más afinado y exhaustivo y viceversa de la cadena infinita de las causas que
producen efectos que a su vez generan causas que etcétera, fue el gran hallazgo
de la filosofía griega –o eso dicen los sabios-, que todavía hoy constituye el
paradigma de la investigación científica y del avance en el conocimiento del
comportamiento de los seres humanos. De ahí que sea un lector habitual de los
libros y revistas de divulgación científica y de historia. En mi fuero interno
más íntimo, sin embargo –inconsciente, subconsciente o infraconsciente aparte-,
siempre he sido y sigo siendo un apasionado y sobe todo gozoso observador de la
fenomenología asociada a las simultaneidades, lo que me ha eximido de ser un científico,
un historiador o incluso un psicólogo o un juez. El último ejemplo de lo
acertado de mi elección filosófica heterodoxa me lo ha proporcionado la
cuasi “sincronía” –por emplear una
palabra grata a C.G. Jung- entre la elección de Donald Trump, un auténtico
pícaro made in USA en la mejor tradición española del Siglo de Oro, como me
recuerda mi buena amiga y la muerte del poeta ambulante canadiense Leonard
Cohen. ¿Significa esto el final de un mundo y el comienzo de otro nuevo, como
asegura una tal Marine Le Pen desde Francia? Suspendo el juicio al respecto,
pero me pregunto a mi vez: ¿es el comienzo de la invasión –en principio sólo
cultural, pero todo se andaría llegado el caso-, por parte de los Estados
Unidos de Norteamérica de su vecina y ansiada cándida novia Canadá? La creación
de una muralla, un “limes” con México, caso de erigirse, como garante de una guerra
en un solo frente por el Norte, nos certificaría, o casi, una respuesta
positiva.
Tienen razón
quienes piensan que todo esto de la reflexión sobre y “desde” la simultaneidad
carece de valor. Las casualidades no son más que eso, casualidades a las que no
hay que dar la más mínima importancia (pobre Alfred Adler, qué mal lo pasó el
hombre y qué poco se quejó). El empleo constante de términos ambiguos como
“casi”, “cuasi” y similares así lo certifican. Pero, ¿qué quieren? Yo disfruto
especulando con ellas. Y no tengo la más mínima intención de prescindir del
gozo que me procuran.
P.D.: Por cierto,
fue un profesor de matemáticas, no recuerdo su nombre, quien me inició,
probablemente sin quererlo, en la
Filosofía de la Cuasi Sincronía (FCS) al mencionar, de manera
totalmente anecdótica, el descubrimiento simultáneo del cálculo diferencial por
parte de Leibniz y de Newton. Creo recordar que a él le gustaba más Leibniz que
Newton, como a los que nos gusta más Cohen que Dylan. Pero esa es otra
historia.
El muerte roto (Metarqueología estructural)
Quien más quien menos, todo el mundo sabe como es por fuera y que aspecto
general presenta un muerte roto. Todos los museos del mundo y la mayoría de las
colecciones privadas disponen de ellos en sus paredes, anaqueles y vitrinas.
Muertes rotos aparecen de continuo en las pantallas de nuestros televisores,
bien que reducidos a dos dimensiones espaciales y abunda la literatura, tanto
especializada como meramente divulgativa, al respecto. No me detendré pues en
detallar ni su aspecto ni sus características. En vez de ello dedicaré este
breve ensayo a exponer sucintamente el panorama general de los intentos,
infructuosos hasta el momento, tendentes a elucidar la posibilidad de
contemplar la estructura profunda del muerte.
Una de los motores que ha impulsado siempre a la humanidad en
su avance tanto científico como tecnológico, ha sido, más que el interés
crematístico o el ansia de poder sobre la naturaleza, la curiosidad. Y así, por
ejemplo, buena parte de nuestro tiempo y del anterior ha dedicado esfuerzos y
dinero sin parangón con ninguna otra actividad volcada al conocimiento, en
responder a la cuestión de cómo es un muerte por dentro sin tener que recurrir
a métodos destructivos para averiguarlo. Pero hasta el día de hoy, ninguno de
los miles de experimentos llevados a cabo ha dado resultados positivos porque
aún sigue siendo cierta la absoluta necesidad de romperlo, de despedazar al muerte por así decir, para
poder contemplarlo en profundidad. Ya el hecho de tener que fragmentarlo
implica que, muy posiblemente, no estemos observando el muerte en su
integridad, asunto que preocupa de manera especial a la comunidad científica,
porque, “si el muerte roto ya no es el muerte íntegro, ¿cómo podemos saber algo
realmente válido sobre él? ¿No nos estaremos engañando al dotar al muerte de
propiedades que sólo se hacen efectivas cuando se ha conseguido romperlo?”
Por supuesto, las técnicas de corte han mejorado ostensiblemente, desde
el sencillo hachazo en el justo medio
del muerte de los primeros tiempos, hasta el más sutil uso exhaustivo del rayo
láser en la actualidad, pero ello no ha ampliado tanto como se esperaba nuestro
conocimiento sobre el muerte. Y no deja de ser curioso, porque se creía que el
empleo del pico era tan destructivo que lo que después se veía del muerte no
era ni el muerte ni nada. Y, sin embargo, las modernas técnicas han puesto al
descubierto que, de alguna manera, da igual el método demoledor empleado. El
muerte por dentro se ve igual después del vulgar hachonzazo que tras ser
finamente troceado con el láser. Si nuestro conocimiento sobre él ha avanzado
algo, y muchos lo dudan seriamente, no ha sido gracias a la manera de abrir el
muerte, sino a las técnicas de manipulación avanzadas sobre los fragmentos
resultantes. Otro método, que se pretendió útil en su momento, pero que
finalmente condujo al mismo fiasco, fue la utilización de agentes abrasivos
localizados en puntos estratégicos del muerte, con la intención de desgastar
mínimamente una parte de su superficie externa, de su epidermis por así decir,
y poder observarlo por dentro como a través de un papel de celofán
transparente. No se veía nada.
Una vía de análisis bastante prometedora, al decir de sus
defensores, es la de la técnica ecográfica, casi al modo pediátrico, pero los
resultados, si los hay, no han sido presentados en público. Algunos piensan,
incluso que no hay frecuencia capaz de dibujar un mapa del núcleo sin
fragmentar el muerte, con lo que seguiríamos como al principio.
Por supuesto, los experimentos encaminados a la observación
exhaustiva del muerte sin necesidad de arruinarlo, continúan, aunque los
gobiernos gastan cada vez menos en ellos y las empresas privadas van perdiendo
interés. No así los científicos. La cuestión de fondo, desde mi punto de vista,
estriba en la necesidad de convertir el estudio del muerte, íntegro o roto, en
un campo de investigación multidisciplinar en el que tuvieran cabida no
únicamente físicos y biólogos moleculares como en el presente, si no
arqueólogos, como los del pico y la pala, matemáticos del caos, informáticos
especializados en diseño gráfico, modistas, etcétera. Sólo así será posible
algún día, si ese día llega, aprehender el muerte sin necesidad de destruirlo.
Las preguntas pendientes de respuesta son, en cualquier caso,
estas: si ese día llega, si finalmente somos capaces de obtener un conocimiento
objetivo y no destructivo sobre el muerte, ¿será útil en algún sentido esta
comprensión para la humanidad o simplemente constituirá un hito más en el
camino de las curiosidades desveladas? O esta otra: un conocimiento más preciso
sobre el muerte, caso de que se produjera, ¿nos impediría de alguna manera
seguir rompiendo muertes? ¿Estamos hoy día, realmente, fragmentando muertes por
razones de conocimiento o, más bien, sin ton ni son? ¿Nuestras acciones al
respecto se corresponden con necesidades aprehensivas ampliamente sentidas por la
sociedad, o interesa únicamente a un puñado de científicos ociosos? Estos
piensan, en cualquier caso, que, si en un futuro impreciso, fuésemos capaces de
descubrir aunque solo fuera un par de propiedades del muerte integro, dicho
conocimiento nos permitiría utilizar los muertes en nuestro propio beneficio.
Los muertes rotos solamente sirven como atracción museística, además, en
decadencia.
La muerte inmortal
El
problema principal que se le plantea a un muerto no es tanto haber fallecido
definitivamente como el que los demás no se lo acaben de creer, lo cual lleva
siempre a incómodos malentendidos. No me referiré aquí a los presumibles seres
queridos o querientes del finado que, por razones habitualmente lógicas nunca
acaban por creérselo del todo, sino, más bien, a “los otros”, entendiendo por
tales a los indiferentes o incluso a los desconocidos en el momento de
producirse el óbito y que posteriormente aparecen como admiradores, amigos e
incluso enemigos declarados y que suelen proliferar como hongos tras la firma
del certificado de defunción y saludan al muerto como si le conocieran de toda
la vida. “¡Ay, cabroncete, al fin te fuiste ¿eh?!” y mueven la cabeza con gesto
reprobatorio. De nada sirve que les digas que se vayan a la mierda, que ahí, o
sea aquí, en el velatorio, no pintan nada, que te dejen en paz con tus
recuerdos. Llegan y lo hacen para quedarse, para hacerse los amos, para
quitarte incluso ese último instante de gloria de haberte muerto. Se me dirá,
con razón, que eso de decir “he fallecido definitivamente” no es más que una
reminiscencia del pasado, de cuando moríamos de verdad y para siempre y que en
nuestro mundo, hablando con propiedad, nadie muere realmente, que es sólo un
trámite, un protocolo si se quiere, al que sigue siempre el renacimiento. Todo
esto es cierto, pero me siguen molestando estos buitres. Y eso que ya he muerto
tres veces, cuatro con ésta, y debería haberme acostumbrado. Y lo que peor sigo
llevando es eso de que se lleven a tu última esposa esposa, a tus más recientes
hijos, a la otra habitación, “para consolarlos”, dicen. “Para que se olviden de
ti antes que tú de ellos”, diría yo. Sí, reconozco que a mi “qué más me da” si
ya no voy a reconocerles cuando se me acabe la muerte, ni ellos a mí si me
encuentran casualmente un día por algún oscuro pasillo o en el ascensor, pero
¿había tanta prisa por apartarlos de mí?
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