Viejecitos moribundos

   La historia empieza con un hombre ya muy mayorcito –de hecho se está muriendo de viejo aunque él no lo sabe, ni quiere saberlo- que se pasa todo el santo día pensando en como reunir el dinero que le permita volver al hogar y compartir con sus seres queridos los últimos años –tan optimista es, el pobre- de su vida. Cree recordar vagamente, aunque no está muy seguro, que, además de su difunta esposa y tres hijos legítimos, mantuvo relaciones, algunas muy sentidas, con gran número de mujeres –no todas prostitutas, ni mucho menos- y que más de tres y de cuatro le dieron vástagos que en su momento no llegó a conocer y le gustaría, al pobre, remunerárselo de alguna manera, incluso, ¿por qué no?, saber de sus vidas. Pero todo esto como en neblina, sin una idea clara ni con que jovencitas se lo hizo –que ya el mismo reconoce ahora que no lo serían tantas - ni de cuantos niños y niñas tendrá que hacerse cargo, sin olvidar, por supuesto, a los ‘legales’. A veces se los imagina a todos reunidos en el salón comedor, alrededor de la inmensa mesa de madera de caoba –cree recordar, aunque tal vez fuera de roble-, y no sólo a sus hijos y amantes –su esposa no podrá estar presente, ¡pobrecita, tan joven!- sino, también a su propio hermano y a su cuñada y a sus sobrinitos que ya estarán hechos unos mozos. El principal problema estriba en que, cada vez que está ya a punto de afinar el tipo de negocio que le va a hacer rico de nuevo y poder así subvenir a las necesidades de todos, le entra la llorera, por la emoción del estar a punto de dar con la clave, y la enfermera llega y le clava la inyección de morfina. Y él se pone a soñar con otras cosas. Por ejemplo, en cómo mató a su joven esposa, embarazada de un primogénito que no llegó a nacer, de un hachazo en mitad de la cabeza mientras le gritaba “puta asquerosa” porque el pobrecito estaba convencido que se la daba con queso –lo cual, aunque hubiera sido cierto, “que no lo era –se convence a sí mismo- que no lo era. ¿Con quién me la iba a jugar la pobrecita?”, fue una burrada por su parte- y cómo en la cárcel algunos reclusos se hicieron muy amigos suyos porque se había comportado como un hombre y eso lo sueña sonriendo como un angelito. Por la morfina, sin duda. A la enfermera le da mucha pena este hombre tan mayorcito, con esos proyectos, el pobre, de volver al hogar y reunir a todos a su alrededor –excepto a su joven pobrecita esposa- y por eso solo le suministra la dosis cuando el anciano se pone a llorar. Porque sabe que nunca va a poder reunir ningún dinero y que, si sigue elucubrando sobre ello se va a dar cuenta al final y va a sufrir. Si lo sabrá ella que fue quien avisó a sus compañeros de los servicios sociales cuando se lo encontró un día, hace ya tres años, en la calle, mugroso, indocumentado, con un navajazo en el intercostal derecho y sin un euro en el bolsillo. “¡Qué pena hacerse viejo!”, piensa para sí la enfermera samaritana, “¡y pensar que a todos nos tiene que llegar!”. Bueno, excepto a la pobrecita joven esposa que murió de los disgustos que debió darle el pobre viejecito rijoso. “Si hubiera sido un poco menos celosa. Es que las mujeres no aguantamos nada”.

   Después viene el otro. El abuelito, del que todos coinciden en decir que es un tierno cascarrabias entrañable, se sienta, siempre que celebra una fiesta familiar, a la cabecera de la inmensa mesa de madera –que sea de roble o de caoba da igual- que da alimento a todos. Con la inestimable ayuda de sus tres nueras y un par de viejas que, en su tiempo fueron las amantes preferidas del venerable anciano y que apenas sirven ya ni para fregar los platos, la abuela, que tampoco está para muchos trotes, prepara la cena familiar. Luego el abuelito bendice la mesa y ¡al ataque!, porque ya se sabe que oveja que bala, bocado que pierde. Los nietos, por compromiso tácito, son los encargados de preparar el café y traer las copas de licor, aunque los bastardos, a veces, no están muy por la labor y se escaquean. Es porque las dos brujas de sus abuelas, les han hecho creer que aprovechen ahora porque no van a pillar ni un euro de la herencia. Muchas veces el abuelito se queda dormido tras el segundo brandy pero nadie se atreve a decirle que se vaya a la cama, porque, cuando le despiertan intempestivamente saca a relucir un mal genio que para qué. La situación es un poco triste, porque el abuelito se pone a llorar en sueños y a llamar en voz alta a su hermano gemelo, ese que todos saben que mató a su propia esposa de un hachazo en mitad de la cabeza. La abuelita le mira enternecida y, también ella, aunque en estado de completa vigilia, suelta una lagrimita. Las dos viejas brujas, las ex amantes del abuelito, recogen los platos murmurando entre ellas y riendo por lo bajo. “Menos mal que no nos tocó la china a ninguna de nosotras dos”.
   Y es que las dos viejas brujas, que ni son tan viejas ni tan brujas como la abuela, se saben toda historia, lo mismo que la abuela –aunque ella lo supo más tarde- porque se la contó el propio abuelito borracho perdido, llorando y con la cara ensangrentada, nada más entrar en el prostíbulo en que trabajaban. “¡He matado a mi cuñada, joder, he matado a la puta de mi cuñada!” Ellas, al principio, pensaron que desbarraba. Pero la abuela siempre le creyó. De ella partió la estrategia. “Él se deshizo de su amante y yo del pusilánime de su hermano. ¿A quién iban a echar la culpa sino?”. Claro que, por aquella época, la abuela no sabía nada de las dos brujas chantajistas y creía sinceramente que su cuñada, esa mosquita muerta, se la daba con su maridito. Incluso estaba casi convencida que el niño que esperaba…
   Cada vez que el abuelito se despierta dispuesto a tomar su tercera copita y contar toda la verdad, la abuela ya ha retirado las botellas. Así que sonríe bobaliconamente y calla. Calla que mató a la puta de su cuñada de un hachazo en mitad de la cabeza no porque fuese una puta si no porque no quiso comportarse como tal. “No porque fuese mía, si no porque no quiso serlo”. Luego observa a las tres brujas, su esposa y las otras dos y a los hijos de las brujas y a los nietos de las brujas y se imagina a su hermano gemelo pudriéndose en sabe Dios donde, convencido de haber matado a su joven, pobrecita, esposa, de un hachazo en medio de la cabeza, embarazada como estaba, ya de seis meses, de su primer hijo. Y entonces sí, se levanta y sin ayuda de nadie, porque es muy orgulloso –todavía- se va a la cama después de hacer un pis.

El Verbo

 - Se me ha ocurrido una teoría, maestro bueno.
- Está bien, discípulo predilecto. Suéltala, pero date prisa que mi tiempo apremia.
- Verás, maestro bueno. Mi idea es que en el principio fue el Verbo...
- (¿hmmm?), sigue, discípulo predilecto.
- Pues la cosa es que el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
- Bien hurdido, discípulo predilecto. (¡Qué mancebo más pedante, Dios!) Sigue
 - Ya está, maestro bueno.
- Pero qué bueno ni bueno, ¿Cómo que ya está?
- Que se acabó. Que no hay más.
- ¡Vaya una teoría! Anda, hacércame la hogaza de pan y la jarra de vino que tengo que hacer mi penúltimo milagro.
- Es que tengo una duda, maestro bueno.
- (Ya me parecía a mí). Dispara.
- Es que no estoy seguro de si el Verbo del principio era transitivo o…
- Transitivo, y pásame la hogaza…
- Pues en tal caso…
- Intransitivo, Juanito, no le des más vueltas y pásame…
- ¡Puff! Es que, entonces…
- Reflexivo, leñes y pásame el pan y el vino de una vez.
- ¿Y copulativo?
- (Como empieze a repartir hostias…) Irregular defectivo, ¿Contento, discípulo predilecto?
- Ahora sí, maestro bueno.
- Pues hala, pásame de una bendita vez la hogaza de pan y la jarra de vino que con tanta preguntita llevamos media hora de retraso.

***

- Chsitt,… eh…, maestro bueno…
- ¿Qué farfullas ahora, discípulo predilecto?
- ¿No me puedes decir a mí solo quien es el traidor del grupo?
- ¿Y a ti que más te da?
- Curiosidad solamente, maestro bueno. Es que, como soy tu discípulo predilecto…yo pensé que…
- (Qué pesadito es el niño) Está bien, discípulo predilecto, te lo haré saber. Aquel a quien diere pan mojado en vino, ese es el traidor. Observa.
- Vale, maestro bueno, estoy al loro.
- ¡Judas, ven acá. Toma pan y moja y haz lo que tengas que hacer.
- ¿Es Judas, maestro bueno?
- Pero, ¿tu eres tonto o qué, discípulo predilecto? ¿Es que no lo has visto?
- Sí, sí, vale, vale. Ya me callo.
- A ver si es verdad. Bueno, va, acercaos todos… ¡Mateooo…!
- Voy, voy, maestro bueno. Es que estaba cuadrando unas cuentas…
- A ver como os lo digo,… ehhh… ¡ah!, ¡sí! Pedro, dame un cuchillo para cortar el pan. O mejor no. A mano, que es más dramático… Este es mi… 

***

- ¿Han cenado bien los señores?
- Bien, bien. El cordero pascual demasiado poco hecho, pero bien.
- Es que una cena para trece y en tan poco tiempo…
- No, no, estuvo bien, de veras. 
- Me alegro por los señores. ¿Les traigo la cuenta ya?
- ¿Qué cuenta?
- Ehhhh…
- ¿Qué no le ha pagado Iscariote?
- ¿Quién?
- (Este me la ha vuelto a jugar). ¡Mateooo…!
- Estoy aquí, maestro bueno.
- Mira a ver si le puedes hacer a este noble empresario una rebaja de sus impuestos y compensamos la cena.
- ¡Ah!, pero si está a quí Don Mateo. Nada, nada, invita la casa, señores. Faltaba más.
- Bueno, pues hala, todos para el huerto de Getsemaní, que se me hace tarde para ir donde mi padre. Y tu, Pedro, no te olvides de los cantos del gallo.
- Tres cantos y dos renuncios, sí.
- ¡Es que tengo que estar en todo, jopé!. Dos cantos y tres renuncios, leñe.
- El orden de factores…
- Orden de factores el que te voy a dar yo a ti.
- ¿Y lo de las llaves, maestro? Es que se me ha olvidado…
- Con razón te llamo piedra. Lo que cierres abajo se queda cerrado arriba y lo que abras aquí, se abre alli.
- Ah, vale, vale, sí.
- Pues vámonos de una vez y que sea lo que mi Padre quiera.