Después viene el otro. El abuelito, del que todos coinciden en
decir que es un tierno cascarrabias entrañable, se sienta, siempre que celebra
una fiesta familiar, a la cabecera de la inmensa mesa de madera –que sea de
roble o de caoba da igual- que da alimento a todos. Con la inestimable ayuda de
sus tres nueras y un par de viejas que, en su tiempo fueron las amantes
preferidas del venerable anciano y que apenas sirven ya ni para fregar los
platos, la abuela, que tampoco está para muchos trotes, prepara la cena
familiar. Luego el abuelito bendice la mesa y ¡al ataque!, porque ya se sabe
que oveja que bala, bocado que pierde. Los nietos, por compromiso tácito, son
los encargados de preparar el café y traer las copas de licor, aunque los
bastardos, a veces, no están muy por la labor y se escaquean. Es porque las dos
brujas de sus abuelas, les han hecho creer que aprovechen ahora porque no van a
pillar ni un euro de la herencia. Muchas veces el abuelito se queda dormido
tras el segundo brandy pero nadie se atreve a decirle que se vaya a la cama,
porque, cuando le despiertan intempestivamente saca a relucir un mal genio que
para qué. La situación es un poco triste, porque el abuelito se pone a llorar
en sueños y a llamar en voz alta a su hermano gemelo, ese que todos saben que
mató a su propia esposa de un hachazo en mitad de la cabeza. La abuelita le
mira enternecida y, también ella, aunque en estado de completa vigilia, suelta
una lagrimita. Las dos viejas brujas, las ex amantes del abuelito, recogen los
platos murmurando entre ellas y riendo por lo bajo. “Menos mal que no nos tocó
la china a ninguna de nosotras dos”.
Y es que las dos viejas brujas, que ni son tan viejas ni tan
brujas como la abuela, se saben toda historia, lo mismo que la abuela –aunque
ella lo supo más tarde- porque se la contó el propio abuelito borracho perdido,
llorando y con la cara ensangrentada, nada más entrar en el prostíbulo en que
trabajaban. “¡He matado a mi cuñada, joder, he matado a la puta de mi cuñada!”
Ellas, al principio, pensaron que desbarraba. Pero la abuela siempre le creyó.
De ella partió la estrategia. “Él se deshizo de su amante y yo del pusilánime
de su hermano. ¿A quién iban a echar la culpa sino?”. Claro que, por aquella
época, la abuela no sabía nada de las dos brujas chantajistas y creía
sinceramente que su cuñada, esa mosquita muerta, se la daba con su maridito.
Incluso estaba casi convencida que el niño que esperaba…
Cada vez que el abuelito se despierta dispuesto a tomar su
tercera copita y contar toda la verdad, la abuela ya ha retirado las botellas.
Así que sonríe bobaliconamente y calla. Calla que mató a la puta de su cuñada
de un hachazo en mitad de la cabeza no porque fuese una puta si no porque no
quiso comportarse como tal. “No porque fuese mía, si no porque no quiso serlo”. Luego
observa a las tres brujas, su esposa y las otras dos y a los hijos de las
brujas y a los nietos de las brujas y se imagina a su hermano gemelo
pudriéndose en sabe Dios donde, convencido de haber matado a su joven,
pobrecita, esposa, de un hachazo en medio de la cabeza, embarazada como estaba,
ya de seis meses, de su primer hijo. Y entonces sí, se levanta y sin ayuda de
nadie, porque es muy orgulloso –todavía- se va a la cama después de hacer un
pis.